
Llega Hugo a la fiesta
de saco y corbata
con la oficina atada al cuello
con sus grandes hombreras
y la ve a ella,
extendida en el sillón
con sus piernas infinitas
entrelazadas como nubes en el espacio
como dos puentes
que unen continentes
y en cuyos extremos
se divisan medias de colores infantiles,
naranja, azul y blanco,
y un mar de bucles
se desbarrancan desde su frente
e inundan el suelo
como una catarata negra.
Hugo se distrae viéndola
pero de inmediato se incorpora
y disimula.
“Traje esto para el postre”,
le dice al anfitrión.
Saluda a todos y se sienta.
Mientras el salón es un bullicio,
Hugo tararea para sus adentros
obras de Satie entremezcladas.
El enjambre sonoro
lo va aislando paulatinamente
y se concentra
en el resplandor lunar
de sus mejillas de alpaca,
en el destello
de su risa de niña.
Y ese sonido de vida
a él lo va achicando,
poco a poco
reduciendo,
se va encogiendo conforme avanza la noche
y ella se ve cada vez más grande,
su rostro de piel clara se confunde con la luna
al punto de que Hugo duda
si es un huésped
o un astrónomo.
A las pocas horas,
Hugo ya es casi imperceptible para la vista común
y es pisado por casi todos los presentes.
Afortunadamente,
zafa de las suelas de los zapatos,
logra subirse a la mesa ratona,
y saltar a sus finas rodillas
para irse con ella.
Con gran esfuerzo,
y también con placer extremo,
trepa por su cabello
corriendo el riesgo de morir ahogado,
y se mantiene oculto detrás de la oreja derecha
de ella,
absorto por el aroma,
fascinado por la vista.
Ella se levanta para irse,
se despide de todos,
y Hugo se mantiene sujeto.
Así viaja detrás de esa oreja varias cuadras,
hasta que en un sacudón imprevisto
cae irreversiblemente,
por los hombros de ella,
rueda por su espalda,
y pese a que intenta aferrarse a su pantalón
termina en su tobillo, abrazado a su media.
Pero
como era de esperar,
se da de bruces en el suelo
y se hunde en un charco de agua,
mientras ella se aleja.
©Pequod
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