viernes, 20 de septiembre de 2013

Raúl e Isabella Constructores


















Construimos casas con Isabella,
en las mañanas tejemos abadías
y en las noches tarareamos himnos.

Construimos avenidas con Isabella
pero también nos damos tiempo
para nuestro pequeño oscurantismo.
Malversamos los idiomas,
lenguas muertas y vernáculas
para entendernos sólo nosotros,
como un santo compromiso.

Construimos grutas con Isabella,
torres, chozas, diques y atalayas.
Es como una empresa familiar
de riesgo compartido.
Aunque ella tiene menos que perder,
porque nadie se puede perder a sí mismo.

Construimos hoteles con Isabella,
puentes y palacios
viñedos y estadios
establos y penthouses
pupitres y retretes.
Tenemos todo un catálogo para los amigos.

Y sépannos disculpar
si cobramos un tanto caro.
Tenemos dos bocas que alimentar
y una tercera con mamá
y los impuestos están altos
y si no los desquitamos así
no hay empresa que sobreviva.

Construimos casas con Isabella,
en las mañanas tejemos abadías
y en las noches tarareamos himnos.


©Pequod

lunes, 16 de septiembre de 2013

Viaje al centro de su vientre


Me lancé por los pómulos
esquiando velozmente
en placentera bajada
hasta caer en su boca,
donde encendí un fuego y planté una sombrilla.
Pasé noches y varias lunas
tomando apuntes astronómicos,
comiendo malvaviscos.
Por miedo a que me tragara
como ya lo hizo una vez,
salté y me trepé a su pera
y transpirando observé el panorama:
“Son varios kilómetros hasta sus senos”,
pensé,
“Necesito unas cuerdas y valor”.
Invoqué a la Virgen y a todo un cuartel de santos
y me arrojé por su cuello en vertiginosa carrera,
aunque no obstante
sin embargo en cambio
parecía interminable.
Era un viaje de varios pársecs.
Me dio tiempo para hacer nuevos apuntes
y meditar en mi futuro.
“¿Qué voy a hacer de mi vida?”,
pensé,
“I’m not getting any younger”.
Llegué por fin
a Puerto Clavículas
donde me esperaba un bajel
lleno de potes de pintura y brochas
para trazar estelas en su piel.
La botadura fue con música de Handel
y fuegos de artificio
.
“Adelante, navegante, llevad nuestra insignia”,
me dijo la población del lugar.
“¡Pardiez! Cuánto boato para tan vil servidor”,
les contesté cordialmente y levé anclas.
El mar enfurecido de su pecho
me llevó a sus senos en dos meses y medio
viajando con destino sur a tres nudos.
Recalé y de inmediato me puse a escalar.
Nubes macabras asomaban en la cima de sus pechos,
vientos arrachados me azotaban en la ladera
y conforme iba ascendiendo a la bella montaña,
los troles que guardaban el viejo palacio de un rey
me seguían de cerca inquietos.
Llegado a su pezón derecho hinqué mi bandera.
“Podría acostumbrarme a esto”,
pensé.
“Por esta vista largo todo”.
Pasé dos noches en ese Parnaso carnoso
precioso remanso
hasta que llegó el día de seguir.
Me lancé en parapente
y descendí en el estanque de su ombligo,
donde pude juntar agua suficiente
para atravesar el breve atajo púbico
y llegar al frondoso bosque de la Puerta Mágica.
Ingresé con solemnidad admirando sus cortinados
sus recintos y sitiales
sus aposentos reales
y me deslicé hasta el centro de su vientre
en donde pensé
que cómodamente podría morir.
El calor de hogar me adormeció un rato
y estuve a punto de abandonar la carrera.
“Pero aún tengo mucho que conocer”,
pensé.
“La montaña rusa de sus piernas y los rápidos de sus pies”.
Tomé mis cuerdas, mi arnés, mis colchonetas,
me tomé una fotografía
y escribí a la entrada antes de partir:
“Aquí estuve yo”.



©Pequod

Pantaloncito blanco


Reposando de la labor diaria
sobre otras ropas colegas
en solemne huelga
sobre el tendedero de plástico
que forma en el living,
entre las hojas de Nietzsche y Poe,
un puente elevadizo
con aroma a Ariel líquido,
me mira su pantaloncito blanco
recordándome que no está.
“Acordate de cómo camina”,
me dice el perverso,
“acordate de cómo camina cuando está apurada”.
Parece que me sonriera
con su cremallera de oreja a oreja
ese Mefisto de algodón
y hasta simula inflarse con sorna
para falsear su hermoso
y hoy ausente
trasero emblemático.
“Miralo, gilún”
añade viperino,
“Pensá cuando lo tenés en tus manos”.
Oh, mequetrefe Made in China
o donde quiera que sea
con humos de escapulario
te cortaría en pedacitos
si no fueras tan compacto
si no dejaras tal agraciado espectáculo
cuando ella te lleva, sí,
apurada
en las galas de entrecasa.
Oh, dulce prenda por mi mal hallada
en mi muerte conjurada,
decía uno.
Menos mal que vuelve en dos días.
Allí se acabarán las diatribas
nos veremos cara a cara.
A la medianoche en punto,
sotreta,
andá buscando padrinos.


©Pequod

Auto de fe



De las visitas guiadas a castillos en el aire,
no me retracto.

De las hojas de ruta y el tintero guardados en el estante,
no me retracto.

De mis entierros y exhumaciones,
no me retracto.

Del primer beso y del último,
no me retracto.

De mis golpes de timón, de mi pelotón de suicidas,
no me retracto.

De mis desaires al protocolo, de mis llegadas tarde,
no me retracto.

De la casa con jardín y su demolición,
no me retracto.

De las noches a tu puerta, de las mañanas de escritorio,
no me retracto.

De los piropos innatos, de los poemas extraoficiales,
no me retracto.

De los cortejos y las fugas, de los desencuentros,
no me retracto.

De las estrategias de alambre, de los laureles fúnebres,
no me retracto.

De la pasión y el desencanto, de la cama y la pala,
no me retracto.

De ser impenitente,
de ser contumaz,
de no retractarme no me retracto.



©Pequod

Separación de bienes



− Yo me llevo la manta de colores.
− Yo me llevo el cuadro de Degas.
− Yo las sábanas.
− Yo las tijeras.
− Me llevo el sillón en el que te dormías sentada.
− Yo las tazas donde hacías tus propias medicinas cuando estabas enfermo.
− Me llevo el libro de Cortázar que me trajiste de Buenos Aires.
− Yo me llevo las discusiones sobre filosofía.
− Yo la noche en que me presentaste a Lauridsen y a Massenet.
− Me llevo tus manos en mi espalda las noches de estudio.
− Me llevo el paraguas con el que te iba a buscar al trabajo.
− Y yo el paraguas con el que te esperaba.
− Me llevo los centímetros de tu cuello.
− Yo me llevo tus digresiones sobre cine.
− Me llevo tu aliento en mi frente.
− Yo el cansancio en los ojos las noches de debate.
− Me llevo tus vidas pasadas, tu miedo a la muerte.
− Yo tu fe en la nada.
− Me llevo tu mirada perdida en ti misma.
− Yo tu irreverencia al juicio.
− Me llevo tus trucos para sobrevivir.
− Yo tus trampas para hacer reír.
− Me llevo tu olor en las manos.
− Y yo el tuyo.
− Me llevo tus muletillas.
− Me llevo tus dudas y razones.
− Te llevo enlazada.
− Y yo en la garganta.


©Pequod


Hugo y la giganta


Llega Hugo a la fiesta
de saco y corbata
con la oficina atada al cuello
con sus grandes hombreras
y la ve a ella,
extendida en el sillón
con sus piernas infinitas
entrelazadas como nubes en el espacio
como dos puentes
que unen continentes
y en cuyos extremos
se divisan medias de colores infantiles,
naranja, azul y blanco,
y un mar de bucles
se desbarrancan desde su frente
e inundan el suelo
como una catarata negra.
Hugo se distrae viéndola
pero de inmediato se incorpora
y disimula.
“Traje esto para el postre”,
le dice al anfitrión.
Saluda a todos y se sienta.
Mientras el salón es un bullicio,
Hugo tararea para sus adentros
obras de Satie entremezcladas.
El enjambre sonoro
lo va aislando paulatinamente
y se concentra
en el resplandor lunar
de sus mejillas de alpaca,
en el destello
de su risa de niña.
Y ese sonido de vida
a él lo va achicando,
poco a poco
reduciendo,
se va encogiendo conforme avanza la noche
y ella se ve cada vez más grande,
su rostro de piel clara se confunde con la luna
al punto de que Hugo duda
si es un huésped
o un astrónomo.
A las pocas horas,
Hugo ya es casi imperceptible para la vista común
y es pisado por casi todos los presentes.
Afortunadamente,
zafa de las suelas de los zapatos,
logra subirse a la mesa ratona,
y saltar a sus finas rodillas
para irse con ella.
Con gran esfuerzo,
y también con placer extremo,
trepa por su cabello
corriendo el riesgo de morir ahogado,
y se mantiene oculto detrás de la oreja derecha
de ella,
absorto por el aroma,
fascinado por la vista.
Ella se levanta para irse,
se despide de todos,
y Hugo se mantiene sujeto.
Así viaja detrás de esa oreja varias cuadras,
hasta que en un sacudón imprevisto
cae irreversiblemente,
por los hombros de ella,
rueda por su espalda,
y pese a que intenta aferrarse a su pantalón
termina en su tobillo, abrazado a su media.
Pero
como era de esperar,
se da de bruces en el suelo
y se hunde en un charco de agua,
mientras ella se aleja.



©Pequod